Cuando al progresista José
Roncalli, sumo Pontífice de la Cristiandad entre 1958 y 1963 bajo el nombre de
Juan XXIII, le dedicaron el barrio de viviendas de seis torres gemelas con ocho
pisos cada una, que hace de avanzadilla del conglomerado de hormigón, ladrillo
y seres humanos que es Gamonal, muy pocos podían imaginar que apenas cuarenta
años más tarde, los nietos de los primeros colonos
de aquellas casas compartieran columpio y tobogán con los hijos de los
inmigrantes magrebíes que vinieron a buscarse las habichuelas a la Península,
al abrigo de la expansión económica de finales de los noventa.
Hasta aquí nada extraordinario,
está visto que –al igual que en su día hicieron los emigrantes gallegos en
París, Buenos Aires o La Habana-, los inmigrantes de las diferentes
nacionalidades se organizan por barrios para mantener la proximidad, y con el
tiempo abren negocios donde venden productos típicos de su tierra, algo que
difícilmente podrían conseguir en la gran superficie comercial. Está comprobado
que la tragedia de la inmigración –pues no deja de ser un gran quebranto el
hecho de abandonar tu país y tu familia ante la falta de oportunidades, y
empezar de cero en un país nuevo, de costumbres diametralmente opuestas, y a
menudo en un entorno hostil-, se digiere mucho mejor cuando se tiene cerca a
alguien con quien compartir idioma, costumbres o religión. En Gamonal, no
resulta difícil encontrar locutorios o doner
kebaps regentados por pakistaníes,
carnicerías halal para magrebíes,
empresas de construcción o ñaperos
búlgaros o rumanos, «bodegas latinas» para colombianos, ecuatorianos y
dominicanos, y, por supuesto, los inevitables bazares y restaurantes chinos,
estos últimos adoptando las últimas tendencias en fast food a precios asequibles para todos los bolsillos.
Por supuesto, todos estos
establecimientos están también abiertos al adusto castellano viejo, tan árido
en palabras como desconfiado, que se puede dar un homenaje a un coste más que
razonable si comulga con cualquiera
de las especialidades culinarias anteriormente mencionadas: las carnicerías halal ofrecen siempre un surtido
escaparate de toda clase de especias de vivos colores, que nos transportan de
inmediato a cualquier zoco del norte de África, si bien conservando las medidas
sanitarias prescritas por la Sanidad española, algo no demasiado común en el
Magreb. Por otra parte, los locutorios son siempre una alternativa útil cuando
se cae la wifi o se precisa enviar un email con urgencia y se carece de los
medios; además, se puede hablar con Marruecos desde seis céntimos de euro por
minuto, recargar un teléfono móvil de prepago, o enviar dinero a una cuenta
corriente con unas comisiones bastante inferiores a las de los bancos españoles
(que sin embargo, continuarán aumentando anualmente sus beneficios). Es la ley
de la oferta y la demanda, en un mercado de precio donde no se va a valorar el
servicio, la imagen de marca, o cualesquiera otros atributos intangibles del
producto, es el precio quien determinará la decisión de compra; como en los
bazares chinos, cuyos pasillos a duras penas puede franquear un hombre obeso
sin que terminen besando el suelo los artículos de las estanterías superiores:
ese rancio olor a contenedor de cuarenta pies, a plástico de inyección de baja
calidad, embolsado a granel para realizar la travesía de veinticinco días desde
el puerto de Ningbo, o de Shanghai hasta el de Barcelona o Valencia, en
condiciones CIF, FOB, o como diablos quieran llamarlas esos fulanos quisquillosos
de las aduanas.
Hoy por hoy, con esta crisis
brutal de la segunda década de la centuria, cuando los comercios tradicionales
y no tan tradicionales echan el cierre ante la imposibilidad de pagar
alquileres de usura, cuando existe la mayor disponibilidad histórica de lonjas
comerciales, y cuando tras el derribo del anquilosado mercado de San Bruno (un
anacronismo urbanístico y comercial, que hasta marzo de 2011, en vísperas
electorales, los ediles municipales no fueron capaces de echar abajo, y que hasta
los sucesos del bulevar fue una gran
explanada de deposiciones caninas, y que temporalmente fue el parking disuasorio que no le dio tiempo
a construir al ayuntamiento), parece que los únicos negocios florecientes son
los relacionados con menaje, ropa y calzado chino, que proliferan con sus
ininteligibles rótulos con llamativas faltas de ortografía, y que han hecho
fortuna incluso ocupando polvorientas naves industriales –Di Long- en los
Polígonos aledaños a la Firestone
(fábrica, por cierto, donde no campean aún los chinos, sino los japoneses).
Hasta el nuevo bazar chino de la calle Vitoria, que ocupa el solar de una
ferretería «de las de toda la vida», dispone de software de facturación en el
idioma de Mao (los tickets de compra los expide en un castellano casi
perfecto), y aglutina inmigrantes asiáticos y africanos, jubilados y ociosos en
general.
La barrada de Juan XXIII es quizá
el caso más claro de este fenómeno migratorio en nuestra ciudad, con al menos
media docena de establecimientos enfocados a la inmigración magrebí, y donde no
deja de resultar paradójico que uno de los comercios textiles con más tradición
del barrio, y que amenaza con su liquidación, trocara en su momento su viejo
nombre de reminiscencias catalanas por el abiertamente autóctono de «La Flor
Castellana», supongo que por cuestiones de identidad (ahora, que está tan de
moda), pero también de propiedad intelectual. Su antiguo local frente a la
Academia de Ingenieros lo ocupa hoy el bazar «Gran Muralla».
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